domingo, 12 de junio de 2011

De la Belleza


La torre cayó con una violencia enérgica pero amable a su distancia y al desplomarse arrastró consigo la triste sombra que cualquier mañana soleada cubría Greenwich Street. Pero la luz llegó tamizada, extemporánea y rota, seguida de una enorme nube de polvo denso, y la gente corría, todos hacían su estudiada coreografía del terror y alegría, movimientos sincronizados en un caos hermoso e inédito. Se sentía el silencioso estupor de los hombres, se escuchaban gritos de mujeres, idiomas extraños, alaridos quebrados, sonidos guturales, supongo que inventados, pura creación del desconcierto, y un rugido vivo, alegre y creciente y un rumor terráqueo, muy profundo.

Yo permanecí con los ojos cerrados, quieto, muy quieto, esperando en la breve inminencia, y luego bendecido por esa masa de material fino, como besar la tierra, figurándome que las partículas penetraban en los objetos, en las ranuras, que creaban sus sedimentos de destrucción nueva, diminutos corpúsculos ingresando en mi organismo. Así continúe durante segundos, minutos, tal vez horas, levitando sobre las aristas del bramido, soportando esa clase de inhumación aérea. No sé porque recordé Pittsburg, y una mujer rubia que paseaba a un perro que cojeaba, y a otra muy delgada que montaba en bici por la Liberty Avenue, y la boina de mi abuelo sobre una mesa junto a una BigMac en Pittsburgh, tocando el ventanal del restaurante con su cristal frío, sus manos también frías, casi muertas, el viento agitando copas de árboles solitarios.


Cuando abrí los ojos todo era gris, pesaban los párpados y el cuerpo. Todo era gris. A mi derecha había otra persona inmóvil, cenicienta, casi sepultada, cubierta por las frías pavesas, embadurnada por la pátina del cataclismo, oculta tras su inmensa y tenue negritud. Repentinamente abrió también sus ojos, se cruzaron con los míos. Cuando parpadeaba se producía un contraste, con la claridad de sus ojos verdes, un contraste con el absoluto abandono de la calle, cada pestañeo era una fiesta de color, el polvo posándose perezosamente, con cuidado, en el asfalto de la calle, en los coches, en las farolas, en los taxis, en las cajas de la prensa gratuita, en los semáforos, en maletines y mochilas abandonados apresuradamente en las aceras, en las paradas de autobús, una calle desierta, poblada por la infinita paciencia del
polvo. Y en la frente de esa persona una minúscula cantidad de sangre brotaba sosegada, una esquirla extranjera y lejana, como un insulto rojo sobre el polvo, un rojo vivo, obsceno.

Luego nos acercamos el uno al otro. No podría decir si era un hombre o una mujer, aunque tal vez fuera una mujer porque no era muy grande. No podría decir si era de una raza u otra, ni si hablaba mi idioma, ni si estaba llorando o riendo, aunque parpadeaba, y también yo lo hacia. Cada parpadeo era una ofensa para el mundo gris, y sin duda teníamos ojos, ojos vivos, ojos muy vivos, y estábamos uno frente al otro. Yo recordé una chica a la que amé sobre la hierba de un parque de Pittsburg un agosto y me acordé del horrible sombrero gris que llevaba, y un recuerdo similar debió surgir en el fondo de la otra mirada y quizá ambos consideramos que estábamos ante el Apocalipsis, o ante el nacimiento de algo grande, y simplemente aproximamos nuestros labios casi negros, y nos besamos, con un beso seco, viscoso, sintiendo la dureza de la tierra entre nuestras bocas adyacentes, luchando contra la aspereza de nuestras lenguas, contra la aspereza de todo.

Consideré mojar delicadamente mi lengua con la exigua sangre roja de su frente, embadurnar nuestro beso del color encarnado de la vida, pero simplemente persistimos en ese beso raro y pastoso, raro e interminable, y por último separamos nuestros rostros anónimos, cubiertos por la ruina de los tiempos, orgullosos por preservar el amor en medio de este Apocalipsis, dispuestos a preservarlo en este y luego en otro y luego en todos, y atravesamos la calle aún cubierta por la leve nube de polvo que tarde o temprano acabaría desapareciendo.