martes, 21 de febrero de 2012

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Una vez tuve una novia muda. No recuerdo cómo llegó a mi vida -alguien me la presentó creo- pero sí cómo me conquistó. Simplemente supo escucharme. El problema de las otras mujeres era que no sabían lo bueno que yo era y lo bueno que era todo lo que tenía que decir. Así que ella me miraba intensamente y asentía. Creo que, el día que la conocí tardé como unas tres horas en averiguar que era muda, porque yo no callaba. Pero ¿por qué tendría que hacerlo? Le descubrí los pasajes más cruciales de la historia de la literatura, y los elementos necesarios que un buen poema debería tener siempre. Ilustré mi teoría con tres o cuatro poemas geniales que había escrito hacía no mucho. Algunos hablaban del amor y por cómo movía las cejas creo que pensó que se referían a ella. Ahora me acuerdo que más tarde le escribí un poema estupendo que se tituló El Amor es Mudo pero yo No. Estuvo muy bien esa primera cita.

Lo que me molestaba eran sus orgasmos silentes. Yo siempre he sido muy bueno en la cama y las chicas simplemente aullaban de placer conmigo. Con ella no había forma de saber si le había gustado mucho o muchísimo. Desde luego que su cuerpo se estremecía y se contorsionaba componiendo una gramática cálida y lujuriosa. Todas lo hacían sobrepasadas por la descarga de placer. Pero con ella no era lo mismo. De alguna forma sentía que se sofocaba un fuego que yo consideraba inextinguible. Era como ver una película porno con subtitulos. Aún así después de hacerlo me observaba con su sosegado silencio y escuchaba las acertadas ideas sobre el mundo que siempre venían a mi genial cabeza después del sexo.

Un día repentinamente, comenzó a usar una libretita para comunicarse conmigo. Era una libretita azul con una pequeña espiral de alambre blanca en la parte superior. En la espiral guardaba el lápiz, uno pequeño de madera que había cogido del Ikea de Bilbao. Lo primero que puso en la libreta fue Te Quiero. Tenía una letra pulcra, y el punto de la i lo dibujó como un pequeño corazón. El papel era cuadriculado y puso Te Quiero. No voy a decir que no me hizo ilusión pero por alguna razón un repelús recorrió mi cuerpo al leerlo.

Con esa libreta ella demostró que tenía muchas ideas. Resulta que era arquitecto. Gracias a la libreta me enteré que no le gustaba el zumo de naranja, ni jugar a los bolos, ni Enrique Bunbury. Puede que uno de sus gestos más habituales, que yo había interpretado como franca admiración hacía mi comportamiento fuera en realidad una muestra de intensa desaprobación.

Una noche, sobre las cuatro de la madrugada me despertó con un manotazo en el hombro. Yo aturdido, abrí los ojos y me encontré con la famosa libreta frente a mi rostro, a escasos centímetros de mis ojos adormecidos. Tira de la puta cadena cabrón .Huele a pis que mata. La caligrafía era más caótica que de costumbre. Por la mañana tuvimos una discusión tan fuerte que se le acabaron las hojas de la libreta. Todo lo escribía con unas letras enormes que por lo que se ve es un modo metafórico y sigiloso de gritar desgañitadamente.

Nuestra relación se fue enfriando a medida que la libreta iba ganando protagonismo en nuestras conversaciones. Creo que en el fondo el problema real era que yo echaba de menos los estruendosos gemidos de una mujer en la cama. De todas las novias que había tenido las únicas palabras que recordaba con cariño eran esas que pronunciaban desgarradas y casi ininteligibles en medio del arrasador clímax.

Un día la muda simplemente se fue. Se fue sin decir nada.