Aunque yo no fumo, todos los
jueves a las 18:35 horas me siento en la butaca orejera del salón, frente al
ventanal y enciendo un cigarrillo que
apoyo en el cenicero de cristal que heredé de mi abuelo, y que sólo uso los
jueves a partir de las 18:35 horas, cuando Catalina se va a Pilates y da un
portazo sonoro y seco que retumba por
las paredes de la casa; una casa que justo después queda en un silencio raro en
el que los gritos de Catalina sobreviven lánguidos, como ecos que se maceran y
que después, cuando Catalina regresa parecen resurgir con un sonido viejo pero
robusto que enfanga esa tranquilidad que habita la casa todos los jueves, desde
las 18:35 horas, que es el momento en el que yo, que no fumo, enciendo con una
ceremonia un tanto pomposa un cigarro y lo deposito con cuidado en el cenicero
de cristal y dejo que el humo ascienda y forme sus volutas que de algún modo,
quiero creer, purifican el ambiente (dudoso, porque los gritos de Catalina perduran
agazapados en el sosiego) y forman caprichosas torsiones de humo a cuyo
través yo observo la calle, y más en
concreto la fachada amarillenta, tal vez un poco deslucida ya, del inmueble de
la acera de enfrente, en el que por poner un ejemplo, vive Eleuterio, un hombre
que a esas horas siempre sale al balcón descamisado y en zapatillas de casa
(del Barça) a regar los geranios, y que
después se apoya en la barandilla a observar el trajín de la calle con ese gesto
tan varonil y tan suyo, que conozco
mucho porque Eleuterio y yo vamos a cazar los sábados al monte; aunque en
realidad no cazamos nunca nada y lo que hacemos es hablar y hablar y recordar
que un día fuimos jóvenes y la vida estaba llena de promesas puras, y entonces las perdices y los conejos pasan a nuestro
lado (seguro que se ríen en su idioma) mientras nosotros contemplamos los
árboles y las plantas que Eleuterio conoce a la perfección; Lute ¿está cuál
es?, y el tío se las sabe todas porque aunque parezca un bruto le encantan las
flores y por eso tiene esos geranios que riega los jueves sobre las 18:35 de la tarde, la misma hora en la que, justo
debajo, en el segundo, Natasha Yarikov
abre la ventana de su dormitorio y sentada en una sofá azul, (un azul
frío como el país de Natasha) comienza a extenderse por sus piernas
interminables una crema hidratante cuyo aroma casi puedo sentir desde mi casa,
un aroma a tierra húmeda pero que no es a tierra húmeda, es a carne tersa y
limpia, que es la carne de Natasha;
carne que va quedando a la vista,
( a mi vista) porque Natasha va retirándose la bata para aplicarse la crema
hidratante por todas las regiones de su cuerpo que poco a poco va entregando
como haría un ejercito en retirada, y
cuando finalmente su bata queda abierta del todo, yo siempre tengo una erección
y tengo tentación de dejar el cenicero en el suelo y empezar a tocarme, pero no
lo hago porque sé que yo tendré a Natasha, porque sé que el viernes cuando le
diga a Catalina que voy a casa de Lute a echar la partida, en realidad iré a la
de Natasha y la desnudaré sobré el sofá azul (un azul frío como su país) y le
haré el amor de una forma tierna y enajenada, y sé que no pararé hasta que los
gritos de Natasha atruenen a todo el
barrio (a Catalina especialmente) y el vecino del primero golpee la pared y grite ¡basta! como un loco; porque el
vecino de Natasha, al que todos los jueves a las 18:35 horas veo tender ropa en
su terraza, es escritor, un escritor argentino que ignora (y que no creería) que
soy yo quien hacer gozar a “La Rusa” -en realidad es polaca- hasta que pierde
el conocimiento, justo después de que él pierda la paciencia y golpee la pared
y nos grite ¡basta!, ¡basta!, ¡basta!, porque no le dejamos escribir esos
relatos sobre los que más tarde, los domingos, me pedirá consejo en el Bar Cosme, mientras tomamos un café y
comentamos nuestras últimas lecturas y charlamos de esto y aquello, y él me
cuenta anécdotas de Buenos Aires y sus habitantes que cada verano se sorprenden
por el calor del verano y cada invierno
se sorprenden por el frío del invierno, o sobre Alemania y sus cines en los que
mi amigo el escritor, se reía de una forma solitaria y rebelde (tal vez un poco
latina) de unas escenas que no sacaban a los alemanes de su seriedad
geométrica, una seriedad geométrica que a veces yo creo también vive en su
rostro, enmarcado por un flequillo tupido, un flequillo ascendente como el humo
de mi cigarrillo que ya está casi
consumido, y que me indica que ya es la hora por lo que apago la luz y levanto
la persiana para ver que frente a mi ventana no hay un fachada amarilla, sino
una avenida gris, ruidosa y ajena, y luego un inmenso edificio ministerial sin
ventanas, y miro el cigarro, ya extinguido y siento asco, y me lamento de que
no haya un Lute, ni una Natasha ni un
escritor argentino, acaso ni siquiera exista Catalina, pienso, pero entonces percibo sus gritos, los estoy oyendo, supervivientes del humo y
el silencio, vagando por la casa, libres y enloquecidos y luego oigo un portazo -suspiro
profundamente- y unos pasos, porque ya ha llegado, ya está aquí: Catalina.