miércoles, 3 de noviembre de 2010

Goodbay Lady Marmalade


Hágase tu voluntad. Lo empujé levemente, y el tarro inició un descenso perezoso. Antes de que describiera su parábola me fijé en el retrato de mi abuelo, ese retrato en el que cada año parecía más joven. A todos nos parecía que cada vez lucía una cabellera más abundante en aquel retrato. Incluso había quien aseguraba que la media sonrisa del abuelo dejaba entrever una dentadura más poblada que cuando entonces. ¿Había o no había más intersticios? Más allá de aquel no había más que otros rostros. Ninguno se asemejaba al de Lizzy Siddal, ni tampoco al de Annie Miller.

Excepto cuando mi novia hacía su baño vespertino. Se sumergía levemente y os juro que era Ofelia. Lánguida se ofrecía al agua. Ella sonría de placer, pero sobre su rostro descansaba el fúnebre peso del desamor y la tristeza. Entrégate a las aguas y luego regresa, pienso cuando la observo con las palmas de sus manos aferradas a una vida exhausta. Surgen pétalos y un ramaje que se contagia del desánimo de las aguas. Cuando ella cierra los ojos y su cabello rizado se extiende sobre aquel rio, soy capaz de bosquejar a niños que hacen pompas de jabón. Nunca más que cuando está allí. Luego regresa la torpeza, como regresa la nuca de ella, venida de las aguas. La luz siempre te fue favorable, mi Lizzy Siddal de cuello escultórico. La diferencia entre un artista y un buen artista eres tú, me sale sin pensar.

A su vez el tarro oferta su volumen a la gravedad, que sopesa su verdor, su dulzura. De manera fatal, como algunas mujeres, lo atrae hacia sí.

Hay tiempo entretanto de pensar en un intersticio más, pero no lo hago y pienso en el corazón de Elizabeth Siddal. Cómo late, quiero decir, cómo hace para llevar sangre a todos los lugares, a todos los poros y rincones de su cuerpo. Cómo puede ser que empuje el calor para que luego yo lo busque. Un ingenio perfecto, un misterio, una verdad incompresible. Pero puede que no haya más intersticios.

Señora Salcedo. Punto. Demasiados cuentos fantásticos escritos. Punto. No hay más intersticios. Punto. Señor Nuño. Punto. Sí que los hay. Punto. Sólo búsquelos. Punto.

Si la mermelada es capaz de tener miedo, ya lo debe de estar padeciendo. Casi se puede sentir el ruido que hará el cristal al quebrarse. Olvidado el firme, pero monótono cobijo de la mesa, se aproxima decidida a su final, como un kamikaze caramelizado e inconsciente.

Debería estar buscando intersticios, fallas de la realidad, pero prefiero observar la nieve, su gramática blanca que ocupa allí al fondo las faldas de los montes, con su brillo enigmático y virginal que ofrece su belleza tranquila y fría. Un lienzo sobre el que sorpresivamente irrumpe Lizzy Siddal vestida de época, con su corazón bombeando calor, con su corazón que de un modo u otro hace agitar su mano, nos saluda, y sonríe para marcharse después en busca de un lago. Luego sus huellas me recuerdan a Robert Walser. Un paseo lleno de huellas en la nieve. Robert Walser. Una Ofelia de las nieves.

Hágase tu voluntad. El tarro estalla, pero no lo hace. Debería hacerlo, pero sólo se agrieta. Pequeño intersticio por donde la mermelada de kiwi escapa. Pronto ocupa un azulejo del suelo y forma una dulce península que se expande lentamente. Allí se adivinan formas. Mi abuelo sonríe en el retrato, guiña un ojo. Ofelia, Siddal, y Walser.

Cuando se clausura el intersticio yo ya me he comido la última tostada.



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