miércoles, 18 de junio de 2014

FANTASMA







Pensaba que las calles eran como un inmenso proscenio donde declamar mis versos. No había avenidas suficientemente bulliciosas para acallarme. Mis metáforas alambicadas silenciaban el ruido de los autobuses comarcales, de las furgonetas de reparto de pan, de las grúas que por otro lado ya estaban de capa caída. Los transeúntes se apiadaban de mis odas beodas y se arrodillaban ante el resplandor de sus bondades.



Aunque en realidad todo eso era falso. Lo cierto es que vivía inmerso en el dulce almíbar de la fantasía. Nadie me escuchaba. Mi mirada asustaba a las ancianas que volvían de la farmacia a casa para hacerse la cena. La gente decente se cambiaba de acera al verme y nadie me daba tabaco, y eso que yo no fumaba. No estaba loco pero cualquiera lo hubiera dicho.

En mi cerebro se celebraba la fiesta de la palabra. No había forma de reprimirla. Una hemorragia imparable. Quería escribir relatos, repasarlos, conjuntarlos como una constelación de cuentos luminosos y reveladores, pero todos acababan con una mujer sobre una cama. Todo eran gemidos, abrazos arrebatados, sabanas adheridas a una concatenación de cuerpos sudorosos. Imprecaciones por la ventana. Susurros a los geranios y finales tremebundos. El exceso desbordaba cada párrafo. El desacierto abundaba en mi prosa. Los ligueros atascaban el transcurrir de las tramas.



El fracaso estaba por tanto inscrito en mi escritura, atravesada por el amor más inflamado y explosivo. Intempestivas deflagraciones. Minúsculos detalles obstetricios. Mujeres, pubis y sobacos se daban citan en el prostíbulo de las metáforas de saldo. Si seguía así jamás triunfaría. La mercería de mis padres a punto de jubilarse se abría como una puerta infernal que impregnaba mi futuro del insoportable tufo de la mediocridad. Mi condición de escritor se disolvía como una aspirina efervescente en un vaso de fanta naranja.



Lainez podría orientarme, deduje. Un hombre que se mesa las barbas, pensé. Un hombre que hace poemas sobre poemas que hacen a un hombre. Un poeta hecho y derecho que alega que a lo hecho pecho. Un hombre que bracea entre las lápidas de un automóvil, que escribe novelas noveladas, que sueña con bisturís y con Amaya Montero. Yo qué sé. Qué hago, le pregunté. Qué puedo hacer, cuando ya se sentaba. Cuando ya me daba la mano y yo se la besaba como el que besa a un búho en el pico. Como el que besa los bíceps de una salamandra atractiva. Dudas formuladas. Peticiones de auxilio. Cantos de sirena. -Afuera llueve, y mucho más arriba nieva- pronuncié, consideré, introduje, planteé. Lainez no soltaba la cerveza ni pensaba soltarla y eso me tranquilizó porque yo tampoco pensaba soltar la mía. - Y si te metes en el mar te mojas- me respondió, con su semblante de polizón que habita en la barriga de un yate lujoso. Luego dio un sorbo y otro más, y hablamos de las olas marinas, de su inconsistente analogía con la petite mort y el periodo refractario, y de los lomos del centauro. Y de los cuartos traseros también. Pero así no íbamos a ningún lado y yo siempre había odiado los botones.



Entonces observé a mí alrededor. El bar en el que me había citado Lainez daba miedo. Seguramente sería un agujero donde los poetas fuman a escondidas y piensan en la oscuridad de los perineos, en la cóncava reflexión de las bocas y en la indistinta alineación de los dientes. En las paredes había cuadros de mujeres desnudas, quizás un poco obesas o tan solo exuberantes. Pero por más que miraras no lograbas verles nada. Era como si se taparan avergonzadas, como si sorprendidas ocultaran sus vergüenzas con retales de nada- Son tímidas y retráctiles a la pupila, aclaró Lainez oportunamente mientras tras la barra un camarero viejo esperaba la muerte sirviendo zarzaparrillas. Escritores de gafas de pasta que tenían en la cabeza el párrafo definitivo pero que no sabían cómo escribirlo se acodaban en la barra como el que se apoya en su féretro



- Entonces qué cojones, pregunté desafiante. Qué cojones de qué- Soltó Lainez. Mi obra, hostías. La celebridad. Mi fama. Las mujeres tirando piedrecitas y no guijarros a mi ventana. Y Lainez se puso de pie y tomó la palabra como quien toma un tranvía mientras en el mundo se hacía progresivamente el silencio. Tu problema amigo es de una naturaleza granítica. Tiene una cualidad de eternidad insoslayable y es tan irresoluble como la belleza de Penélope, el teorema de Pitágoras o la cuadratura del circulo.¡¡ Pregúntale a Nuñowski!!! Y luego engoló la voz y quiso recitar a Baudelaire, aunque por error repitió célebres frases de Torrebruno, para después seguir deleitando al respetable con su propia obra: Un poema onomatopéyico y lujurioso que lindaba por el sur con la literatura afgana y por el norte con las tonadillas amorosas de Las Hurdes. Aquellas palabras llenaban con su dicción plena la viciada atmósfera del local. Las mujeres se excitaban, una se puso de parto, los hombres grababan con su móvil y los niños daban saltos con sus monopatines. Cuando terminó de su barba colgaban bragas, sostenes y dos tangas Y mientras un hombre le pedía un autógrafo y otro matrimonio yo hice mutis por el foro.
 


Citarme con Nuñowski no fue fácil ya que siempre estaba ocupado. Los lunes y martes tenía en el Hospital General pruebas diagnósticas para descartar patologías ficticias, mientras que los miércoles y jueves se realizaba otras en el Clínico para desechar enfermedades más o menos reales. Los viernes se solía encontrar mal por los efectos de los exámenes médicos y los sábados y domingos discutía con su homeópata o con su notario.



Por fin una tarde accedió a tomarse un café conmigo siempre que fuera descafeinado y que yo no llevara cuello de pico. Me citó en una cafetería azulejada en la que un montón de jubilados que olían a viejo demasiado jugaban al dominó en unas mesas de mármol. Unos altavoces destartalados y asediados por el moho emitían sin parar la música de deprimentes cantautores cuya carrera había acabado inevitablemente en suicidio o asesinato.



El camarero, una inexplicable mezcla del Fary con John Wayne me sirvió un Calisay caducado alegando que no tenían coca cola. Nuñowski apareció compungido, con un tubo de goma colgando de las narices y un catéter en al ano. Ha muerto Romualda, confesó con una mano en el pecho y la tristeza acampando en su mirada. Entonces comenzó una mítica y exacerbada hagiografía oral de Romualda, su tortuga, que gracias a Dios logré interrumpir tras hora y media de apasionante relato y sólo tras confesarle al borde del suicidio mi absoluto desinterés por la vida de su difunto quelonio. Nuñowski recogió las fotografías de la finada que solemne había ido depositando sobre la mesa y clausuró el asunto invitándome a los responsos de Romualda en la Catedral de la Almudena.



¿Está usted casado, señor Nuñowski? le pregunté intentando calibrar la dudosa sensatez de aquel personaje estrafalario. Sí -contestó- Felizmente, pero por desgracia nunca recuerdo con quién. -Pero no hablemos de mí. -Dijo quitándose importancia como si la tuviera- De esos detalles se encargan póstumamente mis múltiples biógrafos. Sus delicadas manos gesticulaban de un modo inesperado dibujando en el aire figuras octogonales y deformes.- ¿En qué puedo ayudarte? - preguntó mientras se soplaba los mocos. Por un momento pensé decirle que en nada. Me quedé observándolo y me preguntaba quién estaba más loco; ese hombre alopécico y atribulado o los cuatro putos dementes que lo habían entronado como escritor de culto por sus relatos destartalados, ignorados por la crítica, el publico y las editoriales. Pero aquel hombre desquiciado era mi última carta. La última oportunidad de hacerme un nombre, un apellido y un ISBN en el célebre soporte de la celulosa. En aquel personaje, incapaz de distinguir un pellejillo de las uñas de los síntomas de la lepra aguda veía yo el único trampolín posible para escapar de una vida de muestrarios de telas, peleles y camisetillas abanderado.



-Quiero -comencé, tirándome a la piscina- que mi literatura reluzca. Quiero que mi prosa se avive por la llama de las musas más promiscuas. Que acudan a mí y froten mi pluma con sus enaguas. Quiero dar saltos en los profundos lagos del parnaso. Obtener con mis relatos los favores de los editores, las mujeres y del jurado del Nobel. Quiero danzar...



-Vale ostias, ya lo entiendo- gritó Nuñowski mientras agitaba su infusión de caléndula recogida al alba y con rocío. Entonces en un gesto patético y pretencioso intentó mesarse su cerradísima barba de tres días y medio mientras miraba al infinito. En sus ojos podías ver transcurrir la lenta procesión de la locura, con sus cofrades epilépticos vistiendo capirotes de colorines. Costaleros con nariz de payaso que portaban en sus hombros la imagen de un pavo albino y decapitado. Nazarenos desnudos que imprecaban a los dioses bailando una suerte de reggaeton antiguo y a la vez finisecular. Nuñowski ingresó en un estado de trance, y con sus ojos vueltos, inclinados y perdidos estableció comunicación (seguramente a cobro revertido) con los seres etéreos que rigen los destinos de los versos, las descripciones y las rimas en capicúa.



Su voz se tornó sublime, adornada con tonos de barítono y pinceladas de pitufo maquinero, y sus palabras lucían galones de mandato o designio inapelable: -Vive tú vida como si de un libro se tratase. Como si fuera un poemario colmado de aguijones. Como si tú fueras poema en cuya piel se encarna el fuego. Letra tatuada, enferma, muerta y viva. Como si fueras la literatura misma, Sé la luz que atraviesa la niebla. Sé intérprete de la serpiente que agoniza en silencio y que obtiene su savia de la nieve. Abraza el destino del armadillo y la salamandra. Desayuna mucha avena y aléjate de los higos…



De repente Nuñowski detuvo su perorata. En el dorso de su mano derecha había advertido repentinamente la existencia de un lunar seminuevo que me mostraba en silencio y apesadumbrado. Un lunar que podría haberse desplazado, que letal y silencioso podría haber crecido o encogido o cambiado levemente de color. O tal vez todo a la vez. Alarmado y acaso al borde de la muerte tuvo que avisar a las emergencias sanitarias y a su confesor de guardia. Me despedí de él discretamente aunque dudo que me escuchara ya que llevaba un rato administrándose a sí mismo la extrema unción en un latín macarrónico con acento de la ribera. Yo me marché pensado en el confuso sentido de sus consejos, medio depresivo aunque a la vez razonablemente contento.



En mis cuentos como en la vida, todo era amor. Amor como un torrente que arrastra. Voy a vivir en mi libro, me recomendé, mi vida un libro me propuse, minutos como párrafos y ya estaba obcecado con ello. Enamorarse, perder el norte, perderle el miedo a los cuchillos y cogerle el truco a los sostenes. Enamorarse era acudir a los bares, a los clubes de lectura, pasear al perro y hablar en la cola del panadero. Tocar las manos de las cajeras tristes, y reírles las gracias a las vecinas.



Margot llegó como la factura del seguro del coche; Inesperada y excesiva. Dolorosa e inevitable. De hecho fue la comercial que cariñosa me vendió la nueva póliza. Aquí tienes un seguro para tu coche que cubre todas las contingencias y aquí una cuerda floja y precaria para tu loco corazón Jamás hubiera dicho Margot tal cosa pero así fue como yo quise entenderla, si es que alguna vez entendí a Margot, pero ni falta que me hacía.
 



Ay mi Margot hermosa. Se llamaba Margot pero en la Baja California la hubieran llamado El Pecado, en Brasil Garota Do Inferno, en Alemania lo desconozco pero hubiera sido un sobrenombre potente, sonoro y pleno de consonantes. Y lo más probable es que en el resto del mundo se hubieran referido a ella con un silencio tenso y absorto, por no hablar de la zona de los Cárpatos y alrededores. Tal vez estemos exagerando pero lo que viene a decirse es que la chica era agraciada, mona, ángulos favorecidos por la luz y las sombras. Eso o que el amor me cegaba, que también es probable.



Pero lo cierto es que en sus brazos el calor eterno. Noches de amor desenfrenado. Vecinos que se quejaban, muelles de cama que pedían la absolución, medias rotas. Margot era una mujer difícil, Inexpugnable como una cordillera hermosa y escarpada. Tendía la ropa de lado, hacía muecas, tomaba la sopa con pajita, se asomaba desnuda a la ventana. Yo qué sé. Una fiesta. Entre los pliegues de su piel y la colorida sonoridad de sus gritos encontraba trazas de buena literatura. En sus besos, en su pelo, en su extraña forma de pelar cebollas y mandarme a la mierda.



En su infancia había visitado colmenas, en el campo silvestre donde ella vivía, flores salvajes, desbrozando con su mirada la vegetación desordenada de las dehesas. Y miraba a las abejas a los ojos, intercambiaba con ellas palabras secretas, competía con ellas libando las flores más jugosas, y jugaba con la miel entre sus manos, la depositaba delicadamente en su cuerpo de una forma ignominiosa y caritativa. Y por eso su piel era dulce, su cuerpo pecaminoso. Y su lengua un aguijón.



Con ella, con Margot, la vida consistía en un relato enloquecido, amor, sorpresas, gritos guturales, demandas judiciales, amenazas de muerte o suicidio. Muchas noches -las buenas- culminaban con la aparatosa actuación de la policía local y las otras -las peores- requerían de la intervención de los bomberos, pero unas y otras contaban con una postdata, con un apéndice, con un epílogo de alto contenido sexual. Carne, labios, redención y bisectrices doloridas.



Y en ese caldo de cultivo cundía la literatura. Las historias con pegada, los giros inesperados. Aunque Margot achacaba a la brevedad de mis cuentos la brevedad de mi fama yo era feliz. Un editor local me hacía ojitos. Me prometió una colaboración en una antología de cuentos sobre la Alubia Pinta si al final se publicaba, un poemario subvencionado por la diputación provincial si salía elegido su cuñado. La inminencia de la gloría, las puertas de la celebridad. La cosa marchaba, pero como suele pasar en estos casos se mascaba la tragedia.



Una noche Margot se pasó con el moscatel. Juegos con el sujetador, bailes exóticos en los que su cuerpo formaba figuras chinescas, canciones milenarias y ceremonias ancestrales. Ella sabía de mis anhelos editoriales, de mi madera de prosista, de mi prometedor futuro como bardo contemporáneo y también sabía de su condición de musa y motor de mi imparable genio. El moscatel corría por las venas de Margot, venas azules en su piel tan blanca, sobre todo azules en la sobria calidez de sus muslos, y en otras partes blancas y secretas. El moscatel haciendo estragos en su cerebro, buscándole la ruina, originando alucinaciones dulces en la noche amarga.



Y yo que me asomaba a la ventana, sumido en la noche, coches que pasaban como sonámbulos mecánicos, el zumbido cansado que transporta a gente de un lado a otro. Gente que regresa a donde no quiere regresar, o que acuden a donde no quieren acudir. Conductores que deambulan sin sentido por la ciudad, con la esperanza de encontrar algo, lo que sea, en algún lugar. La perfecta metáfora de su vida.



Y yo asomado en la ventana fumando, dejando que el aire contaminado de la calle llenara mis pulmones del aroma a nada, la fragancia de la soledad populosa, esperando que aquel aire aliviara la atmósfera de la casa, viciada por los efluvios perturbados de Margot, Margot gritando, Margot desafiando la física de su cuerpo con posturas raras. Locura de Margot, distorsión mental que sin embargo respetaba la perfecta definición de sus curvas, la perfección de sus pechos y de sus glúteos que ignoraban la imperfección de su mente, sus vaivenes azarosos. Siempre amamos lo equivocado mientras fumamos por la ventana, mientras miramos a los transeúntes llorar o reír lentamente sobre las aceras.



El escritor, me dijo. Y ese era un aguijonazo de Margot. El escritor, me llamó, haciendo mofa, haciendo risas de mis ínfulas de poetastro, chanza de mi excesiva propensión al adjetivo, de mi profusa prosa presa de mi prisa, escritor que vives como un libro, tu vida como un libro, y se acercaba a mi ventana, y estaba loca y a mi me encantaba amar lo equivocado, persistir en el error de amarla, su locura y mi imprudencia, y el olor del sudor de su cuerpo que hubiera lamido sin pensarlo, en la zona de las axilas y de las ingles y detrás de sus rodillas, demencia que calientas los cuerpos de las mujeres, que vives como un libro musitaba suave y se reía y la locura anidaba en sus pupilas, y temblaba o vibraba pero su cuerpo terso, he aquí, dijo, así lo dijo, he aquí, expresión amorfa consideré, impropia de un apoteosis serio, seamos hermosos en la tragedia , he aquí retomó, tu puta contraportada, y sus manos quemaban , vives como un libro y yo soy tu puta contraportada, y entonces me agarró por las asilas, y accionó su cuerpo, el spinnig, el Pilates, músculos exactos y precisos en el amor y en el odio, y me tiró por la ventana, arrojándome, como un pétalo cayendo al vacío.



No lloré, no dio lugar al llanto, no hubo tiempo, seducido por la gravedad, fugaz atracción, no pude llorar, sólo apagarme, dejar un cadáver horrible, esqueleto y carne que así visto no valía mucho, tampoco menos que antes, y también la sangre haciendo figuras originales y rojas negruzcas, charcos que se extendían calmadamente por el cemento con una densidad incomprensible, composiciones abstractas con mis plaquetas y mis leucocitos.



Fui original vertiendo la sangre sobre el suelo, artista hasta las últimas consecuencias, la cáscara de lo que yo era estropeada, hecha una asco, pero una estructura de vísceras y sangre equilibrada, los humores del cuerpo acompasados en su disolución definitiva y Margot mirando por la ventana, desnuda también en la hora de mi hora última, con sus pechos más profusos si cabe, bamboleando de forma inapropiada a las circunstancias creo yo, pendulando desde lo alto sobre mi, no sobre mi, sobre eso que acabó, el envoltorio que liberó a este fantasma


Soy un fantasma pensé, mientras ascendía (no sabía aún manejar mi naturaleza etérea), mientras ascendía y ascendía y atravesaba a Margot empezando por sus pechos y siguiendo por su esternón y mientras sacaba mi lengua para chupar su pleura (no pude) y luego veía alejarse su nuca aún besable si bien no por un fantasma como yo, un fantasma que amará a Margot sobre todas las cosas y la poesía negra de la muerte, fantasma cuya escritura yace en un disco duro en un carpeta llamada Escritos Que Me Harán Inmortal.


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