Ahora
mirábamos los aviones pasar, en su lento atravesar de nubes. Ya no braceábamos, ni formábamos
enormes palabras de auxilio con troncos.
No gritabamos como locos que
conversan con los acantilados. Sólo los veíamos rasgar esa bóveda celeste que
el tiempo había convertido en la techumbre de una panteón inmenso, y nos
parecía que quedaban en suspenso, detenidos como el tiempo -extenso cielo sobre
nosotros- mientras nos aferrábamos a un
coco agujereado, o nos rascábamos los cojones con una desidia impudorosa.
Garrido había
decidió en seguida que yo no era un buen compañero para recorrer el desierto, o
para cruzar un pasillo que te lleva a la muerte. Mi dejadez, mi sometimiento al
azar o a los otros, acababó con su paciencia el primer día. Yo me encontraba
perdido, encerrado en otra isla a miles de kilometros de esta, luchando por una
supervivencia muy diferente a la de Garrido. Y eso fue una rotura que derivó en
esto. Garrido ya no era un lider que luchaba por nosotros. Garrido ya no era
Garrido.
Yo tenía
miedo porque sus ruegos eran ya indescifrables. Desde que Moyo falleció - un
mono que sólo me pareció divertido muy al principio- su decadencia se había
acelerado alarmantemente. Descuidó su higiene personal, hablaba a las
gaviotas, y recitaba sin descanso los
peores versos de Nuño que a mi ya me parecían insoportables mucho antes de
llegar allí.
Nuño. Su
muerte fue sin duda la más terrible de las muertes, y por olvidarla yo inisistía
en rememorar a Rebeca, pero sólo me acordaba de su miedo. Nada de sus caderas
cálidas cuando acogían mi desconsuelo. Su pelo ocultando ojos verdes, pechos
inmensos también. Sólo su miedo a que todo fuera igual cada día. A la
repetición de un día sobre otro, al contraste de lo mismo sobre la mismo una y
otra vez. El aburrimiento que todo lo aniquila, y acaba incluso con las cenizas
de lo que un día ya deshizo.
Pero era
curioso que en medio de aquel horror sólo la muerte de Nuño me provocaba
espanto, lástima. Morir por aquella chica había sido un error desmesurado. No
sólo porque aquella chica era irrebatiblemente la mujer más fea e insoportable
del barco, la mujer a la que nadie hubiera mirado, y a la que sus propias
amigas negaban la palabra continuamente. No sólo por eso. Lo más hiriente era
que ella lo ignoraba a él en cada momento. Y dolía ver a Nuño claudicando ante
ese adefesio, rondándola en la discoteca del barco o restañando con poemas
insufribles los desplantes que ella le dedicaba frente a todos. Y mucho más
dolor cuando en medio del naufragio, Nuño abandonó el flotador salvavidas para
intentar socorrerla a ella, cuya salvación era
imposible en medio del mar oscuro y frío. Un redención por lo demás inútil porque aquella mujer a la que Nuño
amaba erróneamente, parecía arrojada a un
infortunio poderoso antes o después de aquello.
Y así
quedamos Garrido y yo en el flotador junto aquella otra chica que se aferró
exhausta, ocupando el espacio que Nuño
liberó. Una chica a la que Garrido y yo examinamos en la oscuridad y en
silencio; Sus jadeos, sus formas desdibujadas en la noche, poco convincentes.
Dijo algo, y su voz era un sonido quebradizo y hermoso sobre el inmisericorde
rugido de las olas. Calibramos una supervivencia junto a ella, tal vez
aceptable, una cuartada perfecta para que nos amara, pero percatándonos en seguida de que no sería fácil deshacerse
el uno del otro, y percatándonos también de que esa chica pesaba demasiado, que
el flotador sería inmanejable con ella, una lastre de pronto indeseable.
Por eso no
hizo falta que dijéramos nada. En silencio la comenzamos a golpear, asestando
patadas bajo el agua, al principio
leves, ayudados por las olas, el frío oceánico y luego ya con todas nuestras
fuerzas, sin que ella pidiera clemencia ni gritara, absorta por el horror.
Golpeándola con saña hasta que ella comprendió que sería derrotada, que los
líquenes cubrirían su cuerpo, como un tesoro inmerso y preservado. Hasta que
entendió que era la más débil y se
abandonó al movimiento de la marea, alejándose, hundiéndose más tarde, mientras, no sé Garrido, pero yo al menos sí,
lloraba refugiado por la oscuridad y el cruel rumor del mar.
Después de ese naufragio, cientos de muertos,
todos solitarios en busca de otros solitarios, almas errantes que buscaban en
ese crucero la redención de la carne y
sin embargo encontraron la más definitiva redención del mar. Garrido y yo, en esa isla más desierta que muchos
corazones, abandonados al principio por
el mundo y más tarde por la esperanza. Y luego la erosión.
Porque yo
recordaba a Rebeca y a su inarticulada petición de auxilio. Sácame de esta
rutina desértica, yerma, inacabable. Me lo decía con los ojos. Y mi indolencia no obtuvo otro resultado que el
previsible, y tras su marcha emprendí esa huida hacia adelante, alcohol, prostíbulos
y por último un crucero para solteros cuyo final había sido tan terrible como
pensaba, puede que más dramático pero sin duda igual de terrible que hubiera
sido buscar a Rebeca en otras que no eran Rebeca.