lunes, 17 de septiembre de 2012

ISLA DESIERTA


Ahora mirábamos los aviones pasar, en su lento atravesar de  nubes. Ya no braceábamos, ni formábamos enormes palabras de auxilio con troncos.  No  gritabamos como locos que conversan con los acantilados. Sólo los veíamos rasgar esa bóveda celeste que el tiempo había convertido en la techumbre de una panteón inmenso, y nos parecía que quedaban en suspenso, detenidos como el tiempo -extenso cielo sobre nosotros-  mientras nos aferrábamos a un coco agujereado, o nos rascábamos los cojones con una desidia impudorosa.


Garrido había decidió en seguida que yo no era un buen compañero para recorrer el desierto, o para cruzar un pasillo que te lleva a la muerte. Mi dejadez, mi sometimiento al azar o a los otros, acababó con su paciencia el primer día. Yo me encontraba perdido, encerrado en otra isla a miles de kilometros de esta, luchando por una supervivencia muy diferente a la de Garrido. Y eso fue una rotura que derivó en esto. Garrido ya no era un lider que luchaba por nosotros. Garrido ya no era Garrido.

Yo tenía miedo porque sus ruegos eran ya indescifrables. Desde que Moyo falleció - un mono que sólo me pareció divertido muy al principio- su decadencia se había acelerado alarmantemente. Descuidó su higiene personal, hablaba a las gaviotas,  y recitaba sin descanso los peores versos de Nuño que a mi ya me parecían insoportables mucho antes de llegar allí.

Nuño. Su muerte fue sin duda la más terrible de las muertes, y por olvidarla yo inisistía en rememorar a Rebeca, pero sólo me acordaba de su miedo. Nada de sus caderas cálidas cuando acogían mi desconsuelo. Su pelo ocultando ojos verdes, pechos inmensos también. Sólo su miedo a que todo fuera igual cada día. A la repetición de un día sobre otro, al contraste de lo mismo sobre la mismo una y otra vez. El aburrimiento que todo lo aniquila, y acaba incluso con las cenizas de lo que un día ya deshizo.

Pero era curioso que en medio de aquel horror sólo la muerte de Nuño me provocaba espanto, lástima. Morir por aquella chica había sido un error desmesurado. No sólo porque aquella chica era irrebatiblemente la mujer más fea e insoportable del barco, la mujer a la que nadie hubiera mirado, y a la que sus propias amigas negaban la palabra continuamente. No sólo por eso. Lo más hiriente era que ella lo ignoraba a él en cada momento. Y dolía ver a Nuño claudicando ante ese adefesio, rondándola en la discoteca del barco o restañando con poemas insufribles los desplantes que ella le dedicaba frente a todos. Y mucho más dolor cuando en medio del naufragio, Nuño abandonó el flotador salvavidas para intentar socorrerla a ella, cuya salvación era  imposible en medio del mar oscuro y frío. Un redención por lo demás  inútil porque aquella mujer a la que Nuño amaba erróneamente,  parecía arrojada a un infortunio poderoso antes o después de aquello.

Y así quedamos Garrido y yo en el flotador junto aquella otra chica que se aferró exhausta,  ocupando el espacio que Nuño liberó. Una chica a la que Garrido y yo examinamos en la oscuridad y en silencio; Sus jadeos, sus formas desdibujadas en la noche, poco convincentes. Dijo algo, y su voz era un sonido quebradizo y hermoso sobre el inmisericorde rugido de las olas. Calibramos una supervivencia junto a ella, tal vez aceptable, una cuartada perfecta para que nos amara,  pero percatándonos   en seguida de que no sería fácil deshacerse el uno del otro, y percatándonos también de que esa chica pesaba demasiado, que el flotador sería inmanejable con ella, una lastre de pronto indeseable.


Por eso no hizo falta que dijéramos nada. En silencio la comenzamos a golpear, asestando patadas bajo el agua,  al principio leves, ayudados por las olas, el frío oceánico y luego ya con todas nuestras fuerzas, sin que ella pidiera clemencia ni gritara, absorta por el horror. Golpeándola con saña hasta que ella comprendió que sería derrotada, que los líquenes cubrirían su cuerpo, como un tesoro inmerso y preservado. Hasta que entendió  que era la más débil y se abandonó al movimiento de la marea, alejándose, hundiéndose más tarde,  mientras, no sé Garrido, pero yo al menos sí, lloraba refugiado por la oscuridad y el cruel rumor del mar.

 Después de ese naufragio, cientos de muertos, todos solitarios en busca de otros solitarios, almas errantes que buscaban en ese crucero la redención de la carne  y sin embargo encontraron la más definitiva redención del mar. Garrido y yo,  en esa isla más desierta que muchos corazones, abandonados al principio  por el mundo y más tarde por la esperanza. Y luego la erosión.

Porque yo recordaba a Rebeca y a su inarticulada petición de auxilio. Sácame de esta rutina desértica, yerma, inacabable. Me lo decía con los ojos. Y  mi indolencia no obtuvo otro resultado que el previsible, y tras su marcha emprendí esa huida hacia adelante, alcohol, prostíbulos y por último un crucero para solteros cuyo final había sido tan terrible como pensaba, puede que más dramático pero sin duda igual de terrible que hubiera sido buscar a Rebeca en otras que no eran Rebeca.





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